viernes, 14 de mayo de 2010

                                      Wichis del Chaco argentino

Muchas veces seguramente hemos visto las peliculas yanquis que muestran el exterminio de sus indios (pieles rojas, siouxs, apaches, etc) y expresamos "que hijos de puta como los acababan", sin embargo aca a los nuestros los acabamos con el abandono a los que los somete la clase gobernante, que unicamente se acuerda de ellos cuando falta poco para las elecciones y tiene que ir a buscar los votos y a los cuales inclusive se les va día a día arrasando y despojando el territorio donde viven desde hace cientos de años.


Seguramente hay gente que piensan a ellos les gusta vivir asi, estan acostumbrados, siempre vivieron de ese modo pero esto no es así, la civilización no existe para esta gente, porque al Estado al que todos contribuimos con nuestros impuestos, no les interesan porque no les producen ningun rédito político a la vez que no les generan inconvenientes, no tienen ninguna representatividad y obviamente menos reclaman, menos le dan.
Desolación, pobreza y abandono son algunas de las imágenes que impactan durante el recorrido por las comunidades aborígenes de la seca, pulverulenta y espinosa zona de El Impenetrable.

 

Por Leda Giannuzzi (*)
Desde Roque Sáenz Peña, Argentina 09/04/2009


Los Wichí (o también wichi) es la comunidad aborigen que vive en El Impenetrable, zona que lleva ese nombre debido al espinoso monte -con árboles imponentes como el quebracho- , así como por la carencia de agua que dificultaba el ingreso del blanco. En la actualidad, la zona ha sido arrasada para sacar su madera y los wichis sobreviven al avasallamiento cultural de una sociedad que los rechaza y desprecia luego de apropiarse de sus tierras.

Cerca 40 mil argentinos son wichis. Constituyen la segunda comunidad indígena más importante del chaco salteño, en el nordeste del país, de acuerdo a datos de la Red Agroforestal Chaco-Argentina (REDAF), organización civil sin fines de lucro que trabaja junto a comunidades indígenas y campesinos en la defensa de los recursos naturales.
Los wichis son la única y última cultura recolectora-cazadora que en Argentina se dedican a la cría de animales pequeños (cabras, cerdos), la caza, la pesca y la recolección de frutos del monte. El monte es la vida, allí viven, comen, crían sus hijos y mueren. Es difícil la vida de un wichi sin el monte. Los wichis son pacíficos, no violentos, no gritan, son tímidos. Se mueven en bicicleta o caminan mucho. Andan en animales pequeños como el burro.

Tienen su propia lengua que los anglicanos pasaron a la forma escrita. La comunidad realiza el culto en su lengua, existe la Biblia en wichi. El culto Wichí es un sincretismo: con apariencia católica expresan sus formas religiosas tradicionales.

 

La constitución familiar es la familia extensa, es decir: abuelos, hijos y yernos. Cuando el grupo es grande se separan en pequeños grupos; son monogámicos.
La presencia del blanco en la zona con sus pautas culturales, ha impuesto a las mujeres a no andar desnudas, por eso, hoy se visten con camisa de mangas larga y pañuelos.

La estructura tradicional de la comunidad se ha modificado, no existe el cacique, existen dirigentes que son presidentes de asociaciones y movimientos en defensa de la cultura aborigen como ser el “Movimiento por la Dignidad, Justicia y Paz”.
Colonia Nueva Pompeya es un pueblo ubicado a 300 kilómetros de Resistencia, capital del Chaco, allí, en el paraje Atento vive Eusebio Núñez, un hombre que sus 59 años marcaron más huellas que las debidas.

Eusebio recuerda que al llegar al lugar, no había nada, sólo la escuela y la iglesia. Habla del pasado, de su padre (miembro de la iglesia franciscana) y del cacique Francisco Supaz, un reconocido maestro wichi de la zona. Recuerda a sus antepasados como los que sobrevivieron “la Pompeya”.

Cuenta como a su abuelo los criollos ataron sus manos y piernas con lazos y lo tuvieron detenido dos semanas, sólo por ser wichi. Eusebio se pregunta porqué el gobierno no manda trabajo o algún representante para hablar con ellos.

Acostumbrado a su tragedia cotidiana, describe la costumbre de no tener nada y aguantar. Como sus ancestros, su vida consiste en resistir a su implacable destino.

Eusebio muestra orgulloso su amarillento documento que tiene desde el año 1969 y dice: “soy argentino nativo, tengo documento”.

Eusebio y su familia (su mujer, hijos y nietos) crían algunos animales como chanchos y gallinas, también acostumbran a cazar (marisquear) iguanas, quirquinchos, chanchos del monte y a sembrar maíz y zapallo.
Como la mayoría de las familias del lugar, la vida los castiga con un hijo muerto, en este caso por diarrea. Comenta que bebían agua de la laguna cercana o agua de lluvia que juntaban en recipientes. Describe los problemas con el agua, la sequía infinita, y sabiamente lo resumen en una frase: “vivimos sufriendo el agua”. Desafiando el luto, con la aceptación de todo lo que sucede, saben que lo torcido y lo derecho terminan por enfilar en un solo rumbo.



Ya casi al final de la charla se acerca su mujer, Albertina Polo, con la cual se conocen desde hace 30 años. Tímidamente ofrece artesanías que realizan las mujeres de la familia con el “yaguar”, planta de la zona con la que tejen bolsos, adornos, cortinas.



Una especie de desolación invade la escena desde el fondo, que se insinúa en torno a Eusebio y su familia que están allí reclamando sin decir nada, justicia y dignidad.
Elena Calerno y su familia viven en Pozo del Toba, en una casa construida por los Hermanos Maristas en 1969 en una propiedad comunitaria cercana a Nueva Pompeya. Sus 59 años marcaron con rigor el paso del tiempo. Tiene nueve hijos y muchos nietos. Ahora toman agua de lluvia que mantienen en el aljibe remplazando el agua del charco cercano que tantos problemas les trajo. Ella realiza artesanías tejidas con yaguar y cuenta que viajó a Entre Ríos a venderlas y logró volver con sesenta pesos. “Nos hacen falta alimentos”, nos dice, mientras apuesta a una respuesta diferente al silencio y a las ausencias dadas por políticos y dirigentes.

En el paraje Palo Flojar la desolación es aún mayor, empezando por lo difícil del camino que lo une a Nueva Pompeya, ubicada a diez kilómetros. Para llegar al paraje se debe atravesar un camino de picadas que no permite la llegada de autos comunes. Hay cerca de cinco casas en la que viven tres familias por casa. Todos hablan wichi y sólo pocos español, todos están descalzos.
Misec González tiene 70 años, es alto y arrugado, fuma cigarrillos inventados en papel de diario, tiene diez hijos y vive de la caza en el monte. Debido a lo inaccesible del camino el médico tardó más de la cuenta cuando se lo necesitaba con urgencia luego que una víbora picara a uno de ellos.



Los niños no van a la escuela debido a la lejanía y dificultad del camino. Nos comentan que cada tanto vienen a desinfectar las casas de adobe para combatir la presencia de vinchucas, no lográndose el intento debido a que dos personas del paraje tienen la enfermedad de Chagas. También tienen un aljibe construido en el año 2006 por el gobierno donde almacenan agua de lluvia.



Entre troncos, catres, ropa gastada, perros, impresiona el calendario que han dibujado en los troncos que sostienen el techo de barro de una de las casas. Los contrastes también están presentes en este paraje, donde emergen paneles solares en algunas de las casas que pueden pagar 20 pesos por mes durante tres años, más los 50 pesos de instalación. Más que nunca las imágenes muestran que todas sus opciones están cerradas, mientras esperan una oportunidad a través de los años.



Sauzalito es otro pueblo remoto de El Impenetrable, a 500 kilómetros de Resistencia. El barrio Puerta del Sol surgió del feroz desmonte avasallante. En viviendas primitivas hechas con palos, “nylones” y camas deshechas, transcurre la vida de tres familias (18 personas y 15 niños), que soportan inclemencias climáticas y los olvidos políticos.

Aniceto Segundo se lamenta de su enfermedad en la columna que le impide trabajar y espera una casita de cuatro por tres metros del plan “Vivir Mejor”, que por sorteo, pueda torcer su trágico destino. Cuenta que no reciben beneficios sociales, ni alimentos de ningún tipo y que las ayudas llegan sólo al centro del pueblo. Los chicos comen en la escuela y ellos, frutos y animales del monte.



Allí también vive Calisto García y su familia. Uno de sus siete hijos, Carlos, es discapacitado, tiene siete años y transita dificultosamente por la vida en una deteriorada silla de ruedas con una rara enfermedad llamada “huesos cristal”, que se potencia ante la falta de calcio y leche. Las ausencias se sienten cuando la ambulancia no llega a buscarlo para llevarlo al hospital. Un extraño engrudo fermentado espera ser cocinado en un fuego que parece no apagarse nunca, mientras esperan el agua que la trae cada tanto el municipio para llenar un aljibe que la sequía y el calor de febrero evaporaran más de la cuenta.



Muy cercano a ellos vive Dionisio Polo y su mujer. Ella parece mirar un universo redimido mientras mantiene con esfuerzo su mano caída. Las vinchucas, dice Dionisio, salen en cantidades por las noches. Ellos tienen Chagas y para completar el ciclo de la muerte, los médicos del hospital no los atienden como es debido. “No hay trabajo”, dice, “pero sí demasiadas mentiras”. Allí, donde los dedos se enciman y los caminos de la tierra están bloqueados, no parece nada fácil estar vivo.

Joaquina vive a la vuelta de Dionisio. Son diez los que viven en la casa, juntan el agua de lluvia en el aljibe y algo más que alguna vez trae el municipio. Modesta es su madre, tiene 74 difíciles años y serios problemas en la vista que los médicos parecen no resolver. La casa es de adobe y las goteras se sienten los días de lluvia, así como las vinchucas en la noche. Nunca vienen a desinfectar la vivienda, pero “sí nos hacen firmar papeles”, dice Joaquina.

Plantan algo de zapallo, maíz, sandía que no alcanza cubrir la alimentación diaria. No hay semillas, sólo le dan muy pocas al año. No hay luz eléctrica en la zona y las víboras coral son una amenaza constante que intentan ahuyentar quemando palo santo. Antes les daban alimentos en los bolsones de comida que reparten en el centro, actualmente no reciben nada porque los encargados de distribuirlos parecen estar muy ocupados.

Joaquina conoce el engaño mil veces aceptado: los llamados planes “Vivir Mejor” les tocan siempre a los criollos. Acostumbrada, cuenta como uno de sus hijos, de un año y medio, se ahogó en el pozo de agua en un descuido suyo. En este Impenetrable profundo, el instante es decisivo y la muerte, sin aplazar su tarea, pasa con más frecuencia que la debida.

Sin embargo, no todo está perdido. Recientemente, el silencio y la domesticación que ha sojuzgado a la comunidad wichi durante siglos se ha visto dramáticamente modificado mediante un reclamo esbozado en un petitorio que es algo más que una declaración de principios. En el petitorio se solicitaba el retiro de médicos del hospital de Nueva Pompeya y del juez de paz, debido a los maltratos, humillaciones y desprecios ejercidos por estos hacia los integrantes de la comunidad wichi.

La ruta se vio afectada durante siete días por un corte realizado por los wichis que dijeron basta a las humillaciones e injusticias. La respuesta del gobierno fue enviar bolsones con alimentos y dar licencia a los médicos del hospital que olvidaron su juramento hipocrático y así calmar los ánimos de una comunidad avasallada.

Actualmente se están distribuyendo los bolsones de alimentos mediante un listado de familias que es controlada por los integrantes de la comunidad. El petitorio clama por la igualdad, por el derecho a la salud, a los medicamentos, a la educación, al agua potable, entre otras cosas.

Una especie de triunfo de la comunidad wichi irrumpe en este mundo equivocado, que demanda una respuesta a través de sus ojos que miran ávidamente dispuestos a todo.

Pero, ¿podrán solo sus manos darle a esta historia un final diferente?

(*) La autora de esta nota es Dra. en Química, integrante de la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria de la UNLP.

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